¡Estimado lector en la forma apropiada de saludo!
Ayer escuchamos tres interesantes informes sobre tres vías místicas y esotéricas orientadas a la búsqueda de la Verdad, como medio privilegiado para asegurar la salvación. No pretendemos resumir aquí lo escuchado, ni intentar hacer una comparación entre ellas, sino desarrollar de forma más general una reflexión sobre las peculiaridades de las vías iniciático-religiosas, intentando, siempre que sea posible, dar cuenta de las similitudes con la vía masónica. Y puesto que creemos que uno de los elementos clave comunes a todo camino iniciático, sea de la naturaleza que sea, es el ejercicio de la libertad individual, esta obra versará fundamentalmente sobre la LIBERTAD.
Ahora bien, si preguntáramos qué acción, en el imaginario colectivo, se identifica más con la idea de libertad, estamos casi seguros de que la respuesta sería: viajar. Pelo al viento (para las afortunadas que puedan), ¡y adelante! El mundo es nuestro para descubrirlo.
Quizá nuestro enfoque de la religión no sea muy diferente del que tenemos cuando decidimos hacer un viaje. Algunas personas prefieren confiar en los operadores turísticos: conocen el mundo, por lo que se consideran los más adecuados para guiar a otros en el descubrimiento de lo desconocido. Y aunque esto signifique que todos los viajeros acaben repitiendo los mismos viajes y viendo las mismas cosas que otros han elegido para ellos, es un inconveniente menor comparado con el ocio y la garantía del resultado final. De hecho, el grado de satisfacción se determina a priori: confíe en nosotros y «viva unas vacaciones de ensueño»; «elija la auténtica aventura»; «aquí tiene el viaje romántico que le enamorará»; etc. Deseamos tanto que todo responda a las expectativas que, por ejemplo, los operadores turísticos contratan músicos para evitar a los turistas la decepción de descubrir que los italianos no tenemos la costumbre de tocar la mandolina mientras comemos espaguetis. Es lo que exige la tradición, de lo contrario alguien podría empezar a pensar que tal vez el mundo no es exactamente el que se muestra en los folletos turísticos.
Sin embargo, y afortunadamente, a veces surge la duda. Si el planteamiento inicial puede asemejarse a una visita guiada, durante el viaje alguien podría sentir la necesidad de mirar más allá de las rutas previstas, más allá de los estereotipos establecidos y de los mandolinistas de alquiler. Tal vez ahora quieran ver el mundo a través de sus propios ojos, recorrerlo con sus piernas, sin saber adónde les llevará el viaje, de las alegrías y las penas que el viaje les puede deparar, pero con un gran deseo: ¡conocer! Conozca los países y las gentes más allá de los escaparates que otros han montado para ellos.
Me atrevería a decir que las revelaciones supuestamente custodiadas e interpretadas por las grandes religiones institucionales se parecen mucho a los paquetes vacacionales con todo incluido. Siglos de interpretaciones y exégesis acabaron por seleccionar, empaquetar, cristalizar en etapas y caminos predeterminados el itinerario espiritual de los individuos. Encauzaron su anhelo de lo divino dentro de patrones planificados, conformaron de algún modo la sensación de misterio que despierta la existencia en las personas, dándoles una razón y una justificación bien definidas. «Siga el programa y encontrará lo que le prometimos». En tales contextos, la revelación es un cuadro completo y definitivo en sí mismo, no sujeto a cambios, interpretaciones o adaptaciones, al menos en sus partes fundamentales, y al hilo de las mociones de los pueblos que evolucionan en sus costumbres, ética y moral, frente a las cuestiones que plantean el progreso científico y tecnológico, las religiones del Libro oponen su carácter estático monolítico, porque cambiar la Ley para adaptarse a lo nuevo es impensable; los hombres deben remontarse a ella. Las escasas ocasiones de apertura dependen siempre del aspecto social y de la necesidad de mantener un contacto con esa parte de la población que, a veces incluso a su pesar, tiende a distanciarse de una expresión religiosa que ya no se siente tan sensible como antes a sus necesidades espirituales. En estas ocasiones, la misericordia y la atención a las necesidades de la humanidad se basan de todos modos en la doctrina, sin una revisión real del canon. Sin embargo, siempre hay una ortodoxia que se opone a estas tímidas concesiones, porque se siguen considerando una desviación de la «pureza» de la revelación.
Para las que hemos definido como vías místicas o religiones esotéricas, la revelación es sólo un punto de partida, un momento de contacto entre lo humano y lo divino que no pretendía ratificar una relación eterna de sometimiento, una distancia insalvable entre la criatura y el creador, sino más bien una invitación a salvar esa distancia, a recorrer un camino que, a través del conocimiento de lo revelado, puede llevar a Dios. Sin reglas que seguir ni obligaciones que cumplir, sino el libre ejercicio de la voluntad de investigar personal y directamente el misterio divino, de revivirlo, interiorizarlo y absorberlo, para llegar a ser uno con él. Desde esta perspectiva, la salvación no depende de la observancia de la Ley, sino del conocimiento de la lógica que la estableció; no de la obediencia ciega, sino de la participación en la misma naturaleza de la que emana la Ley; en una palabra, de la identificación entre el hombre y Dios. Este planteamiento no está reñido con la evolución de las costumbres o la moral, con los avances tecnológicos o los descubrimientos científicos, que contribuyen al cambio de valores. porque no son un obstáculo para el conocimiento de Dios, ni representan necesariamente la negación de su voluntad.
Las religiones institucionales parecen estar vinculadas a una visión estática y a un contexto historizado de lo Divino, estando ligadas a una aparición de éste en un momento concreto del tiempo que marca también el límite de la comprensión. En otras palabras: desde el rayo que enciende el árbol hasta los dioses que rigen los ciclos vitales de la naturaleza, desde el Dios de Moisés hasta la predicación de Cristo, desde el Sello de los Profetas hasta el Libro de Mormón, en todo tiempo y lugar las revelaciones divinas debieron limitarse al nivel de comprensión de que disponía la humanidad en aquel momento. Desde esta perspectiva, necesariamente deben considerarse todas verdaderas, pues responden a la cognición real de lo divino que poseen quienes han recibido estas revelaciones. Pero cada una de ellas no era ni es sino una manifestación parcial de la Verdad, y como tal está destinada a ser superada por la mayor capacidad de penetrar en el Misterio Inefable que la humanidad ha adquirido y sigue adquiriendo en su camino evolutivo. De modo que incluso las religiones actuales, que se hicieron guardianas y custodias de la ortodoxia, que creen poseer la palabra completa y definitiva, tendrán que reconocer el paso de los dogmas en los que se basan, porque no hacerlo suspendería el camino hacia la Verdad.
Dios se ha revelado (y se revela) en la medida en que somos capaces de comprenderlo, y nuestra capacidad para hacerlo no cambia su esencia, sino que nos permite abandonar gradualmente sus aspectos exteriores, relacionados con la vida material, haciéndolo cada vez más ontológicamente vinculado a nuestra propia esencia, a nuestro ser, a nuestros sentimientos interiores.
Este es el propósito de las vías religiosas esotéricas: volver al conocimiento directo, no de segunda mano, de la Verdad, más allá de las contingencias y manifestaciones fenomenológicas de nuestra existencia material, en busca del Principio que dio origen a todo y que forma su sustancia. Se nutren de las revelaciones no literalmente, sino reconociendo su enseñanza simbólica, transformando el anhelo religioso de la obediencia ciega en un proceso dinámico, en un camino, en una vía de búsqueda que nos hace sentir a Dios y a su Palabra como parte de nosotros y a nosotros como parte de Él, que piensa la creación no como un acontecimiento definitivo y asentado, sino como una construcción continua de la que los individuos somos simultáneamente el objeto y el sujeto, los instrumentos y el resultado, el principio y el fin, los medios y la finalidad: un proceso de identificación que también nos lleva a los masones a declarar: somos la G.A.O.T.U..
Dos visiones opuestas de la relación del hombre con lo divino, que implican dos formas distintas de vivir la realidad: una se basa fundamentalmente en un vínculo de necesidad, ante el cual el hombre es un objeto pasivo que sólo puede aceptar lo que le viene dado; la otra se inspira en una visión de libertad, ante la cual el hombre es el sujeto activo que puede dirigir su voluntad en busca de su dimensión espiritual.
Por lo tanto, la capacidad de emprender vías esotéricas de conocimiento depende del ejercicio de la libertad individual. Así que iniciemos también un viaje a través de esta doble lectura de la realidad, para poder argumentar el sentido de tal afirmación.
Considerando la existencia y los actos de los individuos en el plano de lo material, ¿podemos hablar realmente de libertad? ¿Cómo puede definirse y ejercerse?
Se trata de un tema muy debatido en filosofía: algunos niegan el ejercicio efectivo de la libertad individual, como Spinoza, mientras que otros consideran la libertad como una condición inherente a la naturaleza humana, como Descartes. Quien niega la posibilidad de un ejercicio real de la libertad se refiere principalmente a la dependencia de la vida misma de las leyes de la naturaleza, por las exigencias de nuestra parte física. Estamos atados a nuestro cuerpo y el instinto nos exige la satisfacción de sus necesidades. Pero la humanidad ha sabido liberarse de los caprichos de la naturaleza, y hoy las necesidades básicas relacionadas con la mera supervivencia ya no son (al menos para muchas personas) el único factor determinante de sus actos. Por lo tanto, un ser humano puede dedicarse realmente a la satisfacción de los deseos, a cultivar sus pasiones y expresar toda la creatividad de que es capaz y, siguiendo la inspiración de su voluntad, dirigirla hacia lo que le proporciona más alegría y placer. ¿Es éste un ejercicio efectivo de la libertad? Schopenhauer decía: «Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no querer lo que quiere», porque el objeto de su deseo no nace de una libre determinación de la voluntad, es más bien ésta la que está determinada por el deseo mismo, volviéndose adicta a él. Sin embargo, incluso los estímulos que nos afectan pueden controlarse e incluso expulsarse de nuestras vidas.
Entonces, ¿somos libres en nuestras determinaciones o estamos atados, forzados por nuestra propia naturaleza?
Ampliando la perspectiva a toda la creación, el tema puede plantearse así: ¿es el mundo tal como lo conocemos el resultado de leyes estrictas que determinaron su desarrollo pasado y rigen el futuro, sin posibilidad de interferir en ninguna de ellas? ¿O es el mundo el resultado de la libre interacción de sus componentes, que determinaron uno de sus posibles desarrollos sin influir también en los futuros?
Aquí es donde la ciencia viene en nuestra ayuda. Según Einstein, el universo se mueve siguiendo una necesidad física precisa: «Dios no juega a los dados con el universo», solía decir. Para los físicos cuánticos, el universo no tiene una estructura determinista, sino que responde a principios probabilísticos que sólo existen en relación con los observadores. «Einstein, no le digas a Dios lo que tiene que hacer», le respondía Niels Bhor. Incluso la propia estructura de la materia, lo «más real» que somos capaces de evaluar, parece adolecer de esa dualidad y esas contradicciones que asolan la esfera de la acción humana.
En el ámbito social y político, la libertad es la condición que se considera necesaria para conceder la expresión de las personalidades individuales, con el objetivo declarado de garantizar a los ciudadanos la consecución de su bienestar físico, económico y moral. Pero, ¿cómo concederlo? ¿Dando siempre prioridad a los intereses del individuo o a los de la comunidad en su conjunto? Según las épocas, los lugares y las circunstancias, el ideal de libertad política y social ha conocido diversas encarnaciones, apareciendo a veces como una conquista, a veces como un compromiso o una negociación, a veces como una concesión, con una de las dos prioridades mencionadas como elemento clave. En general, los grupos sociales más organizados e influyentes hacen prevalecer su punto de vista, con el objetivo primordial de salvaguardar sus intereses más que la realización de un modelo ideal de libertad. Así que la libertad, incluso desde esta perspectiva, lejos de ser una referencia única es más bien un concepto flexible, siempre revisable, a veces utilizado como justificación de verdaderas atrocidades contra los grupos sociales más débiles.
Para las religiones institucionales ya hemos visto cómo la Ley, y la exégesis extraída de ella, representan la guía y a la vez el límite dentro del cual debe ejercerse toda acción humana.
En este sentido, cabe mencionar que las religiones abrahámicas, basadas en la omnisciencia y omnipotencia de Dios, que en sí mismo sólo es bondad y perfección, atribuyen a la humanidad todas las formas de maldad e imperfección del mundo, ya que éstas no pueden derivar en modo alguno de Dios.
Luego, más allá de encontrar una razón para el dolor y el mal producidos por la naturaleza, tales cataclismos o enfermedades, incluso deteniéndonos en la facultad peculiar del hombre, a saber, la libertad, de elegir si operar para el bien u optar por el mal, habría que distinguir entre el mal hecho por ignorancia, para el que no habría que hablar de culpa voluntaria, y el mal hecho con intencionalidad.
Sin embargo, ¿por qué el hombre, amada criatura de Dios hecha a su imagen y semejanza, ha de desear el mal?
Ante estas cuestiones, las posturas que se adoptan como explicación son básicamente tres: la actitud nihilista de quienes, ante las contradicciones de la vida, ante sus tragedias, ante los abusos de los más fuertes sobre los débiles, rechazan la idea misma de Dios porque en un mundo así no hay forma de reconocer su acción. Luego está la actitud fatalista de quien, por el contrario, ve la acción de Dios en todo, ya que el plan de Dios es tan inescrutable que resulta vano preguntarse las razones de las tragedias o las alegrías de la vida: sólo debemos aceptarlas, eso es todo, y volver a ponernos en sus manos. Por último, la actitud racionalista, por la que se tiende a explicar el dolor que invade la vida como resultado de la conducta del hombre malo, en el caso del mal voluntario, o como preparación para un bien mayor en el caso del mal inocente (el dolor está dirigido a la salvación).
En definitiva, queriendo de todos modos prescindir de las actitudes intelectuales tomadas como de una justificación de la teodicea, es decir el problema de la presencia del mal en el seno de la Creación, queda por desatar el nudo atado a la manera en que el hombre puede de todos modos redimirse frente a Dios.
Más allá de las peculiaridades de cada una de las religiones, existe una contradicción básica que afecta a todas ellas, que es la prevalencia que ahora se da a la acción de la Gracia Divina, para la que el perdón y la salvación son una concesión divina exclusiva, ahora se da a la acción de las obras de misericordia humanas, que en cambio dependen de la voluntad de redención del individuo.
¿De dónde procede la salvación? ¿Por una necesidad divina, o por la acción de la Gracia, o por un ejercicio de la libertad humana, o por la coherencia de las obras?
Cada vez más contradicciones, antinomias, visiones alternativas, conflictos. Pero esto es precisamente lo que caracteriza al mundo exotérico o, por utilizar un término más familiar para nosotros, el mundo de la blasfemia.
Profanamente hablando, no hay argumentos que lleven a preferir una tesis a otra: desde esta perspectiva todas pueden considerarse verdaderas, y la prevalencia de una u otra es una cuestión de fe, de pensamiento, de creencia científica, de cultura, no pudiendo discernir un meta-criterio en base al cual comparar y hacer elecciones únicas. Tesis y antítesis son equivalentes.
En última instancia, elegir entre puntos de vista opuestos es una cuestión de conveniencia o conveniencia, porque esto es lo que en última instancia impulsa al individuo en el contexto profano: la persecución de un interés, sea cual sea su naturaleza y el fin al que esté destinado. Basándose en este objetivo, los individuos se inclinan naturalmente a querer deshacerse de las muchas contradicciones que afectan a la esfera de su acción, haciendo siempre una elección, para ser defendida entonces por todos y contra todos los que hacen elecciones diferentes.
En este sentido, cada individuo ejerce y expresa su propia libertad: siguiendo los impulsos de su ego, de sus sentimientos, de las convicciones que emanan de su propia historia personal y le llevan a elegir una de las posibilidades dadas, confinándole dentro de una visión parcial de la realidad.
La perspectiva esotérica e iniciática no reniega de la existencia de antinomias y contradicciones sino que, en lugar de considerarlas alternativas irreconciliables, dentro de las cuales la elección y la voluntad de imponer una visión sobre las demás se considera la máxima expresión de la libertad, las considera un sustrato único, inseparable e indivisible, un «unicum» que debe ser aceptado en su totalidad porque es en la totalidad del acontecimiento donde se puede captar el sentido de la vida y desde donde iniciar un camino diferente de libertad.
Partir de la aceptación de la lógica del mundo, significa no renunciar a ninguno de sus aspectos, considerándolos todos imprescindibles para rastrear el origen del que surgieron. Significa reconocer que el mundo nace con contradicciones inherentes, y que todas ellas contribuyen a la unidad de la Creación y a la Verdad de la misma.
Se ha dicho que, en el contexto profano, la libertad consiste en elegir entre opuestos y hacer que la elección se haga con su propia verdad. En cambio, creemos que la libertad consiste en mantenerlos en relación unos con otros y no en tener que elegir, porque, como decía Raimond Panikkar, un gran explorador de la espiritualidad, «en toda elección hay una renuncia», hay una rendición a priori a la comprensión de la Verdad en su totalidad.
Entrega al mundo: es la condición que hay que adquirir para adherirse plenamente a una vía mística e iniciática de conocimiento. Rendirse al mundo no significa renunciar o abandonar la búsqueda de la Verdad, sino que, por el contrario, significa que, para hacer consecuente dicha búsqueda, debemos dejar de luchar contra el mundo, de considerarnos el centro de la Creación, de imponer el propio ego, de perseguir la satisfacción de nuestros deseos, con el fin de estar al servicio de un ideal superior que trascienda nuestro Ego.
Negar la personalidad profana para recuperar la personalidad divina, hacerse sordo al estruendo del mundo para sintonizar el propio ser con el recuerdo del Origen, el principio que nos conforma y que nos llama a su presencia. Ahí radica la máxima expresión de la libertad: no sentirnos atados al mundo para volcar todo nuestro sentimiento al conocimiento de Dios.
La libertad reside en el camino del conocimiento que conduce a la Verdad, en el proceso de adhesión del hombre a la misma fuente de la Verdad. En este sentido, la libertad no alcanza sus límites, porque no se desarrolla horizontalmente, compitiendo con los demás, sino que crece verticalmente, hacia la dimensión ilimitada de la espiritualidad. Este es el contexto en el que operan las rutas esotérico-religiosas, tema de la reunión de ayer. Pero también representa el sustrato dentro del cual se produce el camino ascendente de la Masonería Escocesa, camino que de hecho prevé al final de sus grados simbólicos el logro de la Gnosis como premio sublime.
Por supuesto, la masonería no se fija un objetivo soteriológico puro como las religiones, sino que exige que la regeneración, el renacimiento del adepto se vuelque en beneficio de la humanidad. La escalera, una vez subida, debe bajarse de vuelta. Me gustaría subrayar cómo el plano exotérico y el esotérico representan dos contextos claramente separados, con objetivos y métodos diferentes: por lo tanto, no es posible abordar los problemas y las contradicciones de la vida con la misma mentalidad, con la misma referencia cultural de fondo, con las mismas creencias. O adoptamos una perspectiva profana, o adoptamos una perspectiva iniciática.
Por eso no debemos introducir en el templo, durante nuestros trabajos, claves de interpretación de la realidad que pertenecen al mundo profano. Nuestro modo de leer el mundo debe ser necesariamente diferente.
La libertad que surge de una vía iniciática no es, pues, simplemente el acto de liberarnos de la necesidad de la naturaleza, atada a nuestra física, o del poder de perseguir nuestros deseos, atado a nuestra alma y a nuestra personalidad. Procede de una fuente distinta, a saber, de la conciencia individual. La conciencia es el sustrato del que sacar fuerzas e inspiración, es la guía capaz de encauzar la voluntad, es la caja de resonancia en cuyo interior oímos el eco del «Fiat Lux», es el espejo que refleja nuestra chispa divina. La conciencia individual es la reverberación, en el plano de la materia, de la plenitud del Pleroma, y como tal actúa como promulgación directa, sin mediación ulterior, del Origen de lo manifiesto.
Pero su voz quedó pronto sepultada por la prevaricación del ego y la personalidad, que el contexto social y cultural de pertenencia contribuye a construir, de modo que con demasiada frecuencia permanece desoída. Y, sin embargo, la conciencia es lo que nos hace a todos Hermanos, porque una vez purificada de las superestructuras de la profanidad, del condicionamiento de los prejuicios, se nutre del Principio emanativo común del Ser y nos hace ver el mundo con ojos nuevos.
Este es el sentido del silencio del aprendiz: poner la mente en blanco, acallar el pensamiento, y recrear en sí mismo las condiciones para rastrear la fuente de la conciencia. Este es el sentido de superponer las herramientas del trabajo masónico, la escuadra y el compás, por encima de la luz de la logia, es decir, por encima del libro sagrado, símbolo de la G.A.O.T.U. y verdadera fuente de conciencia, para que dé forma a nuestro trabajo.
Cualquiera que mire a través de los ojos de la conciencia verá en el otro un reflejo de sí mismo, y lo que verá será la plenitud divina que da forma a todas las conciencias conscientes. Lo divino está dentro de nosotros, no está fuera de nosotros, no es distinto de nosotros, sino que nos impregna, nos completa, nos define. Podemos conocer a Dios, éste es el mensaje de las religiones esotéricas.
No la fe, no las obras, sino el Conocimiento como vía privilegiada para nuestra propia salvación. De ahí la relación ontológica, noética, directa, personal e íntima con la Divinidad, que lleva a nuestra identificación en Él, «de modo que no quede nada de nosotros que no esté en Él y nada quede de Él que no esté en nosotros», como se dice en una oración gnóstica. Podemos comprender entonces cómo, en esta perspectiva, no cabe un Dios personificado que mira desde fuera la obra de los hombres, un Dios juez que castiga y premia, cumpliendo o no las oraciones y súplicas, concediendo o no su Gracia y salvación en función de un designio oculto que no podemos comprender. En una inversión total de perspectiva, en comparación con las religiones institucionales, Dios es indiferencia, porque no es Dios cuidando de los individuos, sino los individuos cuidando de Él, teniendo que reproducir Su lógica y Su esencia a través de sí mismos y dentro de sí mismos.
No creo que pueda haber una expresión de libertad más elevada que ésta: la libertad de revelarnos como divinos. Soy el G.A.O.T.U.
Quien piense que esto se puede realizar con la autoridad de hacer prodigios y milagros, de dar rienda suelta a todos los caprichos que le rondan por la cabeza, no ha entendido bien lo que intentamos explicar. Un camino iniciático esotérico exige abandonar la visión peculiar de la profanidad, pide desvestirse de todas las tensiones perturbadoras del ego y de la mente, negar los elementos de la personalidad y del ego, para poner la conciencia en el estado de armonía original con el Principio Creador del universo, para identificarse con la lógica que rige y sostiene el universo mismo.
Liberados de las pasiones mundanas, seremos libres para explorar su complejidad, para indagar en el misterio que subyace en su origen, en un proceso encaminado no sólo al Conocimiento puro, sino también a la reproducción de la Verdad que le da forma. La identificación con lo divino se expresa en la capacidad no sólo de comprender, sino también de reproducir la Verdad más allá de lo verdadero que caracteriza a la profanidad.
Ya dijimos que el camino masónico escocés exige que la Gnosis alcanzada por el adepto pueda ser volcada en beneficio de la humanidad. ¿Cómo podemos hacerlo posible?
Creo que la mejor manera sería ésta: no vivir dentro del tiempo, dentro de la sociedad, dentro de la familia, dentro del trabajo, sino vivir el tiempo, la sociedad, la familia, el trabajo.
En el sentido de que no sólo debemos operar dentro de nuestros contextos habituales, como si fuéramos actores de fondo, figurantes, sino que debemos actuar sobre ellos, emprender acciones para promover relaciones que tiendan en la dirección de la Verdad, tal como estamos aprendiendo a conocerla, no con el objetivo de tener más, no pensando sólo en nosotros mismos, en nuestros intereses personales, sino repensándonos, logrando incluso en contextos tan profanos nuestra identificación con una dimensión superior que configura nuestra capacidad diferente de evaluar y actuar.
Incluso en esta perspectiva, hay que comprender cómo la elección de recorrer y poner en práctica una vía iniciática requiere una fuerte fuerza de voluntad y la capacidad de replantearse totalmente nuestra relación con la Verdad. ¿Son estas razones suficientes para justificar la escasez de individuos que deciden practicarla?
¿Y qué decir de la gran hostilidad que suele rodear a cualquier agrupación de hombres que se identifica con uno de estos caminos? Quizá uno de los análisis más agudos a este respecto se encuentre en una de las páginas más bellas de la literatura universal: «La leyenda del Gran Inquisidor», extraída de «Los hermanos Karamazov», de Fedor Dostoievskij.
Estamos en la España del 1500, cuando la Santa Inquisición velaba por el respeto a la ortodoxia no dudando en enviar a la hoguera a cualquier sospechoso de herejía. En este ambiente de zozobra y sospecha Cristo vuelve a la tierra y es reconocido y aclamado por las multitudes, pero el cardenal gran inquisidor lo hace arrestar inmediatamente y arrastrar a las mazmorras de la inquisición, donde esa misma noche acude personalmente a interrogar al prisionero.
El inquisidor es un hombre de noventa años,» alto y recto, de rostro demacrado y ojos hundidos en los que aún hay, como una chispa de fuego, algo de luz». Le pregunta a Cristo por qué ha vuelto, por qué quiere sumir al pueblo en el caos con su mensaje de libertad. Evidentemente no ha comprendido que al pueblo sólo le mueve una pregunta «¿ante quién inclinarse?» y que éste «es el mayor secreto de este mundo». El cardenal reprocha al prisionero que no lo haya entendido y que se haya comportado de forma totalmente contraria. «En lugar de apoderarse de la libertad humana, la ha multiplicado, mientras exacerbaba eternamente, con el tormento de la libertad, el reinado espiritual del hombre», pero «Nada ha sido nunca más intolerable para el hombre y la sociedad que la libertad». Los hombres, continúa el gran inquisidor, no ven la hora de deshacerse de la libertad a cambio de un poder fuerte que les garantice la felicidad que sólo los bienes materiales pueden garantizar. Y a Cristo, se le había propuesto guiar a los hombres con los mismos medios, cuando Satanás se le había acercado, pero Él había decidido resistir hum y rechazó sus ofertas de poder. El inquisidor y sus hombres no habían cometido el mismo error y desde hacía tiempo habían optado por guiar a los hombres dándoles felicidad a cambio de obediencia: «Así que escúchanos, no estamos contigo» -le dice a Cristo- «sino con él desde hace ocho siglos». El inquisidor concluye diciéndole al prisionero que no le teme y que al día siguiente, como prueba de lo que ha dicho, verá cómo el manso rebaño, al primer gesto, «se apresurará a encender el fuego ardiente bajo la hoguera, en la que le quemará porque ha venido a molestarles». Cristo no responde sino que se limita a besar al inquisidor en sus labios sin sangre. El anciano se estremece, tiembla. Se dirige a la puerta y volviéndose hacia Cristo le dice «Vete y no vuelvas, no vuelvas nunca más».
Se trata sin duda de un cuadro inquietante el que nos presenta Dostoievski, pero no hay que circunscribirlo únicamente al círculo de la religión católica representado por el gran inquisidor. Creo que la crítica que mueve puede y debe extenderse a todas las formas de ideología organizada, tanto de tipo religioso como social y político. De hecho, es típico de cualquier ideología declarar no sólo que la suya es la de hacer felices a los hombres, sino también que su propio modo de leer el dato de la vida y, en consecuencia, el camino que de él se deriva es el mejor y más adecuado para alcanzar ese objetivo. Pero, según nuestro autor, lo que realmente hacen las ideologías es sustituirse implícitamente al orden cósmico establecido por Dios, dejarse seducir por las fuerzas demoníacas que, aunque se enmascaran bajo intenciones nobles y altruistas.
Las ideologías deciden por los hombres y quieren imponerse a los hombres. Y lo consiguen porque los hombres, en vez de a la verdad y a la libertad, se sienten más atraídos por las promesas de estabilidad y bienestar, por el brillo de los ídolos que el demiurgo de turno destella ante sus ojos, que a los hombres les encanta seguir a quienes les prometen alegrías y placeres. Dostoievski nos ofrece la imagen de una humanidad que no sólo es incapaz de reconocer el verdadero bien, sino que está dispuesta a negarlo con tal de no tener que asumir el esfuerzo y la carga de ejercer la libertad de elección.
Pero no es esto lo que el Cristo de la historia, con su silencio, atestigua una vez más con su mensaje de libertad. Es portador de un ejemplo. No desea imponerse a sí mismo y a su ley, sino que ha dejado a los hombres libres para seguirle, porque sólo en la libertad podemos encontrar la Verdad. Quien no se impone, quien no necesita convencer y quien no tiene que conquistar a los demás a su voluntad, ama y acepta el mundo por lo que es, quien se entrega al mundo, para hacer de él la base de su renacimiento a través del descubrimiento del valor de la libertad.
Este es el mensaje del que es portadora toda vía de iniciación.
Hay un pasaje al final del capítulo en el que, el narrador, el de Iván Karamazov, observa amargamente cómo el engaño hacia el pueblo se lleva a cabo en nombre de Aquel que es traicionado, pero todo esto debe permanecer en secreto, sólo para que pueda proteger a los hombres desafortunados y de pocas luces, para hacerlos felices. Y luego añade «Me imagino que incluso los masones tienen principios entre ellos, algo que es análogo a este misterio y que los católicos odian tanto a los masones porque ven en ellos a los competidores que rompen la unidad de la idea, mientras que únicos deben ser el rebaño y el pastor». Esta visión de la masonería surgió evidentemente en Dostoievski porque estaba convencido de que actuaba como un instrumento de poder destinado a doblegar a las masas a su voluntad y, de este modo, situarse en competencia con las demás instituciones que perseguían fines similares.
Este es el riesgo que corren los asociados iniciados ante los profanos. Dado que actúan con reserva, se supone que persiguen fines, que no pueden ser declarados, o gestionar el poder. Esta es también la consecuencia lógica a la que nos enfrentamos cuando en efecto esperamos en la masonería, una institución que pueda actuar directamente dentro del mundo tal y como es, y no a través de la mejora de sus iniciados que luego reflejan su nuevo talante en la sociedad.
Todo viaje tiene su conclusión, pero incluso después de haber regresado a casa, seguirá mostrando sus efectos, reviviendo en los relatos, actuando sobre los recuerdos y las sensaciones, y poco a poco la realidad y la imaginación se mezclan para formar una historia ideal de lo que había sido. En el fondo, un viaje nunca termina ¿está destinado a terminar con la muerte?
Las religiones institucionalizadas establecen una clara división entre la vida y la muerte, entre un antes y un después. Su soteriología, como hemos visto, puede basarse en la prevalencia de la gracia o en la de las obras, pero en todos los casos lo que se crea, o se hace o se recibe en la vida terrenal tiene un significado en función de la otra vida.
Sin embargo, incluso sobre la muerte, hay visiones contrapuestas dentro de las escrituras: incluso en algunos libros de la Biblia se considera como querida por Dios, y prevista desde la creación, este es también el tema predominante del judaísmo, en otros la muerte es una consecuencia del pecado del hombre, por lo tanto no querida por Dios, y este es el concepto del cristianismo. Querida o no querida por Dios, amiga o enemiga, la muerte marca siempre una brecha que hay que superar, un momento de juicio cuyo resultado positivo o negativo dependerá de lo que, a lo largo de nuestra vida, hayamos completado de la enseñanza de las religiones.
En el contexto de la iniciación, la muerte no se considera la consecuencia del pecado del hombre. Es parte integrante de la lógica de la creación, presente mucho antes de que el hombre hiciera su aparición. Aceptar este dato significa una vez más «entregarse al mundo», y hacer de él la base de una expresión más amplia de la libertad, aquella por la que no se está atado a nada, ni a la vida ni a la muerte porque se está igualmente presente en una y en otra.
Lo que es la vida y lo que es la muerte depende de nosotros, del sentido que le demos y entonces podemos pensar en la muerte no como una división, una separación, sino como una continuación bajo una forma diferente, porque una vez que hemos tomado conciencia de esa parte de nosotros que hemos definido el Ser o la conciencia o el espíritu a través del cual hemos resonado con la fuente de lo Divino, entonces esta parte de nosotros vivirá en un presente eterno, sin un antes y sin un después.
La vida no es una afirmación como la muerte no es una negación. Una vez más, la verdad no está sólo en una de las dos proposiciones opuestas. La verdad se construye como una conexión, como una relación entre dos opuestos, no consiste en aceptar uno y excluir el otro. Como conexión, la verdad no es un dato apriorístico, externo a nosotros, sino que se construye viviendo todos los aspectos relacionados con ella, es el resultado de nuestro trabajo de investigación, se elabora en nuestro interior y vive y crece dentro de nosotros. No hay vida por un lado y muerte por otro: sólo hay un proceso integral cuya expresión completa consiste en la finitud de la carne, pero en la plenitud del espíritu y en la unidad del Pleroma, que todo lo abarca.
En el momento de la muerte comprendemos lo que somos para dejar de serlo: para dejar de ser, en el caso de los que creen que con ello se acaba todo; para empezar a ser, en el caso de los que creen que con ello empieza todo.
EPÍLOGO:
La vida es una sucesión de alegrías y dolores, esperanzas y decepciones, y en su devenir nos conduce al momento de la fatídica pregunta, ¿qué queda al final? Nos engaña la vida o, mejor dicho, somos nosotros los que la engañamos, porque no queremos entenderla, comprenderla, interpretarla de la manera correcta?
Lo que hemos dicho sobre la escatología de la vía iniciática, ¿representa una dimensión real o más bien una de las muchas elaboraciones mentales del hombre, para dar cuenta del inexorable misterio del ser y evadirse de la amarga realidad de la vida?
A cada uno de nosotros, Hermanos, la carga y la libertad de dar una respuesta.
Por mi parte, concluyo con una última consideración.
Hemos examinado y puesto de relieve el contraste que puede encontrarse entre el mundo profano, por una parte, en el que prevalece el estado de necesidad y una forma relativa de libertad, y el mundo exotérico-iniciático, por otra, caracterizado por un tipo de libertad que trasciende el terreno terrenal para dedicarse al conocimiento de la propia identidad divina.
Pero esta yuxtaposición es en sí misma artificial y dictada por la necesidad de describir, por la dificultad de la mente para enunciar, de forma unitaria, lo que aparece fragmentado, porque incluso a un iniciado (y especialmente a un masón) no puede ni debe aislarse del mundo, no puede crear una distinción marcada en su vida entre los dos contextos. Hay más bien una mezcla continua entre una y otra, por mucho que intentemos adherirnos completamente a la visión del iniciado, nadie puede negar las necesidades del cuerpo y de la personalidad: la nuestra puede llamarse una tendencia hacia la perfección iniciática, como una tensión continua hacia la luz, de la que podemos captar los destellos, tener la sensación, vivir sus instantes. Pero sólo para los pocos elegidos podemos ver la realización de la identificación, hombre-divino de la que hemos hablado, elegidos por nosotros, celebrados como esos maestros de cada época y una confesión de que han alcanzado el Secreto Real.
Podríamos decir entonces que en nuestro camino tejemos la urdimbre de la libertad dentro de la trama de la necesidad. La tela que de ella surja se caracterizará por una u otra, según el iniciado sea capaz de dar consistencia a su tejido en lugar de sufrir la urdimbre de la blasfemia.
Tal vez las palabras que Pico della Mirandola, uno de los principales impulsores del renacimiento del pensamiento exotérico en nuestra cultura, hace decir a Dios para definir la naturaleza humana y que aún pueden guiarnos:
«… No te he hecho ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, porque de ti mismo, arquitecto casi libre y soberano te formaste en la forma que hubieras elegido. Puedes deteriorarte en las cosas inferiores que son los brutos; puedes, según tu voluntad, regenerarte en los reinos superiores que son divinos…»
Eso dije yo…
B∴ A∴ T∴