Una introducción al estudio temático del C.G.L.E.M. «El Rey está desnudo»

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¡Estimado lector en la forma apropiada de saludo!


Érase una vez un rey cuyo único interés en la vida era vestirse a la moda. No paraba de cambiarse de ropa para que la gente pudiera admirarle. Una vez, dos ladrones decidieron darle una lección. Le dijeron al rey que eran sastres muy finos y que podían coserle un traje nuevo precioso. Sería tan ligero y fino que parecería invisible. Sólo los estúpidos no podían verlo. El rey se entusiasmó y ordenó a los nuevos sastres que empezaran a trabajar.


Así comienza una de las fábulas más peculiares y alegóricas de Hans Christian Andersen. ¿Recuerdas la continuación?

Un día, el rey pidió al primer ministro que fuera a ver cuánto trabajo habían hecho los dos sastres. Vio a los dos hombres moviendo tijeras en el aire, ¡pero no veía ninguna tela! Se calló por miedo a que le llamaran estúpido e ignorante. En cambio, alabó la tela y dijo que era maravillosa. Por fin, el nuevo vestido del rey estaba listo. No veía nada, pero tampoco quería parecer estúpido. Admiró el vestido y dio las gracias a los sastres. Le pidieron que desfilara por la calle para que todos vieran la ropa nueva. El rey desfiló por la calle principal. El pueblo sólo podía ver a un rey desnudo, pero nadie lo admitía por miedo a ser considerado estúpido. Alabaron tontamente el tejido invisible y los colores. El rey estaba muy contento. Por fin, un niño gritó: «¡El rey está desnudo!». Pronto todos empezaron a murmurar lo mismo y muy pronto todos gritaron: «¡El rey no lleva nada!».

El tema de estudio propuesto por la Confederación de Grandes Logias de Europa y el Mediterráneo abarca múltiples aspectos de las dinámicas relacionales entre los pueblos del llamado bloque occidental, por un lado, y los del área árabe-africana islámica, por otro, con el Mediterráneo como encrucijada y piedra angular donde esas dinámicas se cumplen. Por supuesto que estas relaciones arrastran problemas complejos y diferenciados, desde la emigración masiva a la guerra y la pobreza que la crea; desde el intento de algunos pueblos islámicos de emanciparse de gobiernos teocráticos, a la oposición llevada a cabo por los fundamentalistas religiosos; desde el nacimiento del Estado Islámico del Isis y los atentados terroristas en lugares que son símbolo del bienestar occidental, a las respuestas de los gobiernos europeos que ponen de manifiesto todas las divisiones internas y la diferencia de visión de lo que se define como una Unión de Estados. Sin embargo, todos estos temas tienen un sustrato común que guarda muchas similitudes con el relato de Anderson, ya que la mayoría de la gente prefiere un enfoque basado en una realidad conveniente a la que obedecer y en la que creer, en lugar de investigar y ocuparse de lo que la razón y la honestidad intelectual nos mostrarían como verdadero. Veremos como nuestro principal enemigo está representado por la ignorancia y la hipocresía, por el manto de respetabilidad con el que la llamada opinión pública cubre sus posturas, defendiéndolas hasta la extenuación incluso ante evidencias contrarias. Tenemos la obligación de desenmascararlos, no sólo en aras de la verdad, sino sobre todo porque somos conscientes de que sentar las bases de una solución eficaz para este problema es imposible si no se abordan en su verdadera naturaleza y sustancia.

Hoy intentaremos seguir este camino, bien conscientes, sin embargo, de que en tales circunstancias no podemos evitar hacer generalizaciones y omitir otros elementos de igual valor e importancia en relación con este tema. Sin embargo, nuestro objetivo no es ser exhaustivos y concluyentes, sino más bien plantear dudas y dar pie a la reflexión. Pensar en tener la imagen completa y definitiva de tantas situaciones complejas y entrelazadas es imposible. Es imposible pensar en emitir juicios definitivos e inequívocos, sin dejarse atrapar por las emociones inducidas por los acontecimientos más dramáticos, ya sean sentimientos de piedad por la tragedia de los migrantes o de ira por los atentados terroristas. También es imposible no suscitar críticas incluso feroces, sea cual sea el argumento afirmado. Al fin y al cabo, lo que cada uno puede percibir de la realidad es su propia perspectiva, un punto de vista, que partiendo de ciertos supuestos analiza los hechos y se forma una opinión. Pero no dejan de ser perspectivas o, por seguir con nuestra metáfora, ropas con las que elegimos revestir la realidad, intentando convencer a los demás (y a nosotros mismos) de que son las más bellas posibles, sin darnos cuenta de cómo pueden parecer invisibles para los demás. Así pues, tenemos a quienes se visten con el traje de la bondad, la compasión, la solidaridad y la hospitalidad siempre y pase lo que pase, y a quienes usan el manto de la intolerancia, el racismo, el nacionalismo y la xenofobia. Más allá de estas perspectivas, de estas actitudes, de estos revestimientos, como francmasones deberíamos en cambio tener la fuerza y la capacidad de exponer la desnudez del rey, de presentar y abordar los problemas de nuestro tiempo por lo que realmente son, proponiendo posibles acciones y soluciones que no persigan otro interés que el bien de la humanidad. No el bien de naciones individuales, de estados individuales, de nuestro propio grupo social, clase, ventaja personal; se debe actuar no favoreciendo nuestros propios temores o deseos, sino persiguiendo el bien de la humanidad. Lo primero que hay que hacer es abandonar toda forma de prejuicio y de parcialidad, convencernos de que un asesino lo es independientemente de su nacionalidad o de su religión, que un ladrón lo es en todas partes donde roba, que un hambriento o un necesitado merecen la misma solidaridad independientemente del color de su piel, porque todos somos hijos de la descendencia humana. Como masones, no podemos ni debemos negarnos nuestra responsabilidad en la búsqueda de la verdad, conscientes de que es nuestro deber investigar la realidad que hay detrás de las apariencias, más allá de los tópicos, más allá del conformismo y del moralismo de cualquier tipo.

Empezaremos por la cuestión más importante del sustrato de nuestro tema, que es el pivote sobre el que parecen girar todas las demás cuestiones, es decir, la religiosa, porque no podemos negar la importancia que desempeña la religión en la caracterización de la identidad de los pueblos musulmanes sobre todo, así como en sus relaciones con los países occidentales. De hecho, el Islam no se considera simplemente la expresión de una esfera religiosa individual, como lo es el cristianismo actual para los occidentales, sino que impregna plena y completamente todos los aspectos de la vida personal, social, jurídica y económica de los musulmanes. No hay situación que no esté regulada por el Corán o la Sunnah, que es la colección de anécdotas de lo que dijo o hizo el Profeta. Incluso antes que teología, el islam es una ley y un sistema jurídico al que el individuo debe someterse, y Shari’a («ley») es el término que más que ningún otro caracteriza su esencia.

Aunque son muy diferentes, puesto que todos son conscientes de que el aspecto religioso ha sido y sigue siendo el principal factor que obstaculiza el diálogo entre los pueblos, muchos han tratado de encontrar elementos que permitan comparar la religión de Mahoma con las otras dos grandes religiones del área mediterránea, la judía y la cristiana, con la esperanza de que apoyándose en estos elementos pueda desvanecerse la continua conexión con las diferencias religiosas para justificar cualquier forma de conflicto. Teniendo esto en cuenta, se inició un proceso de diálogo interreligioso en busca de fundamentos teológicos que apoyaran posibles puntos de contacto. En particular, se ha destacado cómo todas ellas son religiones monoteístas, cómo comparten un patriarca común, Abraham, y cómo las tres se basan en la revelación de Dios registrada en un libro sagrado, por lo que también se las denomina «religiones del Libro». Pero si se examinan más de cerca, ninguno de estos elementos puede definirse realmente como común a las tres religiones; o mejor dicho, ninguno de estos elementos se interpreta de la misma manera o con el mismo significado.

La afinidad atribuible al linaje abrahámico común no va realmente más allá de la figura del propio Abraham, y las diferencias surgen claramente desde sus descendientes inmediatos. En la Biblia encontramos que la alianza entre YHWH y el patriarca, basada en la promesa de Dios de concederle muchos descendientes a través de los cuales serían bendecidos todos los pueblos de la tierra, se realiza con el nacimiento de Isaac y a través de él llega hasta Jesucristo, por quien se cumple la alianza entre el hombre y Dios Padre. En el Corán, Abraham es el primero de los profetas, el «amigo de Dios» cuyo linaje continúa con el primogénito Ismael, se genera con la esclava egipcia Agar y se cumple con Mahoma, Sello de los Profetas y mensajero final de la voluntad de Dios. Abraham e Ismael, inspirados por Dios, fundan la ciudad santa de La Meca y construyen la Kaaba, el lugar más sagrado del Islam. En el Corán aparecen algunas de las figuras bíblicas, incluido Jesús, pero todas con una connotación muy diferente a la de la tradición judeo-cristiana. El Islam afirma tener la interpretación correcta, al ser el último en orden cronológico en recibir, a través de Mahoma, la revelación divina. Las diferencias se atribuirían entonces a malentendidos y errores cometidos por judíos y cristianos al interpretar la voluntad divina.

También el supuesto vínculo basado en el monoteísmo debe evaluarse a la luz de estas consideraciones: no basta con sostener la existencia de un Dios para que se le llame convergente, es necesario examinar la naturaleza de este Dios y en el caso del judaísmo, el cristianismo y el islam esta naturaleza divina es muy diferente. Por un lado tenemos al Dios liberador de los judíos, el Dios juez y legislador que eligió vincularse con su propio pueblo, incluso ofreciéndose a sí mismo mediante la encarnación y crucifixión del Hijo y el don del Espíritu, piedras angulares teológicas del cristianismo. Por otro, el Dios absolutamente trascendente, arbitrario, imprevisible e incognoscible del Islam, para quien nunca puede haber posibilidad de «encuentro» entre Él y la humanidad, ni siquiera para los justos después de la muerte. Además, el Islam no considera que el cristianismo sea verdaderamente monoteísta, sino «triteísta», debido a la dificultad de comprender la naturaleza del dogma trinitario.

Hablemos por último del «Libro», es decir, de la posible afinidad de las tres religiones por el hecho de basarse en la revelación contenida en el libro sagrado. En realidad, nos enfrentamos quizá a la diferencia más incompatible. No basta con que cada religión se base en lo revelado por la deidad, y que esta revelación haya quedado registrada en un texto, si lo revelado y las formas en que se predicaron estas revelaciones difieren considerablemente entre sí. La Biblia es un texto inspirado, no dictado, por Dios, y se ha formado a lo largo de más de 10 siglos con diversas capas y revisiones posteriores, con lo que muchos escritores han interpretado el pensamiento divino transmitiéndolo de muchas maneras y no sin algunas contradicciones. En cambio, el Corán se escribió en un periodo de tiempo relativamente corto, en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Mahoma, e informa sólo de lo que Alá reveló al Profeta, sin comentarios ni interpretaciones de éste. Pero es sobre todo en la idea misma de Dios y su relación con la humanidad donde surgen las mayores diferencias. La Biblia es básicamente una serie de relatos, sobre el despliegue y la evolución de la relación de Dios con la humanidad, de las intervenciones de Dios en la historia humana, de tal manera que determinan su desarrollo, hasta llegar a la encarnación misma del Verbo divino en un hombre. Dios se revela y se hace hombre entre los hombres, asume su destino para redimir su existencia. Hay un intercambio continuo entre Dios y sus criaturas, hasta el advenimiento de Cristo, que es el cumplimiento del Apocalipsis y el comienzo de una nueva era para la humanidad. En el Islam no existe ninguna forma de participación de Allah en la vida de la humanidad, Él sigue siendo una entidad absolutamente trascendente y arbitraria, incognoscible e incomprensible, a la que los hombres sólo pueden obedecer esperando su misericordia. El Corán es en sí mismo la revelación de Dios, por eso los suníes dicen que es increado y guardado entre Alá mismo, considerándolo inmutable y no sujeto a cambios y/o interpretaciones a lo largo del tiempo. El Dios cristiano inmerso en la historia de los hombres se hace partícipe del sufrimiento humano para redimirlos, y su acción en la historia sirve para emancipar a los hombres del sufrimiento. El Dios del Islam, ausente y trascendente, es insensible al sufrimiento de los seres humanos, de modo que la propia humanidad a veces parece insensibilizarse ante su propio sufrimiento (y el de los demás). Un Dios que no actúa en la historia no crea historia, en el sentido de lucha por el progreso y la emancipación. El mundo islámico parece suspendido entre un pasado que ya no existe y un futuro que nunca será, privando así de todo sentido al tiempo presente, salvo el de perpetuarse en un abandono fatalista a la voluntad de Dios.

Todos los argumentos esgrimidos en favor de posibles convergencias se han demostrado engañosos e ilusorios. No son más que ropajes hechos de una tela endeble, y sólo nuestra obstinación en buscar a toda costa compromisos, similitudes, relaciones donde no las hay, nos lleva a considerarlos reales. En cambio, ¡debemos tomar nota de que el rey está desnudo!

No es necesario forzar un acuerdo sobre elementos endebles. El diálogo interreligioso debe basarse en elementos ajenos a la teología y a la interpretación de las Escrituras, refiriéndose explícitamente al derecho natural de todo hombre a ver respetada su esencia.

Sólo un contexto laico puede garantizarlo, donde entendemos laicismo en lugar de laicismo, es decir, su degeneración en el rechazo de toda forma de religión como única garantía de una convivencia pacífica, sino que lo entendemos como el único marco que puede y debe garantizar a todos la libre expresión de sus creencias religiosas.

No es una forma de negación, sino de aceptación por parte de todos, por lo que la libertad ofrecida a cualquiera para expresar libremente sus creencias religiosas sin temor a ser juzgado o, peor aún, repudiado por los demás, debería garantizar la eliminación de cualquier posible fricción.

La pluralidad religiosa debe considerarse una riqueza, dadas las múltiples perspectivas de lo Divino que se ofrecen, y un Estado laico debe ser el entorno natural en el que estas perspectivas puedan explorarse por elección, permitiendo la adhesión efectiva a la dimensión metafísica dictada por la convicción íntima y no por la tradición o la cultura o por la ley del Estado.

Tal proceso ya ha tenido lugar en gran medida en el mundo occidental, especialmente desde la Ilustración, que impuso el uso de la razón y la buena voluntad como herramientas para comprender la existencia y el ser.

Desde entonces se produjo una evolución continua en todos los campos del saber humano, y la clara supremacía obtenida en las esferas tecnológica y económica ha hecho que el modelo occidental se impusiera y se transmitiera por doquier.

Hubo un período en el que ese dominio también adoptó la forma de una verdadera ocupación territorial de los Países más atrasados.

Hoy, al menos formalmente, casi todos los países están organizados en Estados independientes, libres de injerencias políticas y militares ajenas; pero la economía mundial, que entretanto se ha convertido en una economía puramente financiera, sigue estando dirigida por un grupo muy reducido de Países. Incluso la última revolución tecnológica, la vinculada a las formas de comunicación y control de la información, a través de Internet y las redes sociales, se ha convertido en un medio global a través del cual todos los valores o pseudo-valores de Occidente, han sido renovados a nivel mundial.

Como consecuencia de todo ello, la fe de nosotros, los occidentales, ha cambiado profundamente.

Quizá hoy podamos vernos más como hijos de la Ilustración que del cristianismo, pero eso no significa que el progreso científico haya anulado el sentimiento religioso de la gente, sino que se ha ido depurando de elementos supersticiosos, desplazando el foco de atención de los efectos a las causas. Occidente se está dando cuenta de la desnudez del rey, despertando así poco a poco las conciencias individuales al advenimiento de un nuevo espíritu religioso, más a escala humana, no porque nos alejemos de Dios, sino porque Su presencia se siente y se vive ahora básicamente como experiencia íntima interior.

A este respecto, no cabe duda de que el Islam tiene aún mucho camino por recorrer y muchos problemas que resolver.

La conquista del laicismo es, pues, un gran desafío para los pueblos musulmanes, desgarrados entre la convicción de seguir la religión única y perfecta, de querer conservar intactas las costumbres y la ley islámica, por una parte, y el deseo de disponer de las ventajas materiales vinculadas al modelo de vida occidental, por otra, lo que da lugar a profundas contradicciones y fuertes tensiones que provocan conflictos en su interior pero también hacia el exterior.

Me pregunto hasta qué punto las clases altas árabes, las que detentan los resortes económicos y políticos de sus respectivos países, seguirán pretendiendo vestirse con el traje de la perfecta conformidad con las tradiciones del Islam y, al mismo tiempo, disfrutar de todos los beneficios materiales que ha producido el modelo occidental de desarrollo. Desde mi punto de vista, ya hay muchas voces para gritar que el rey está desnudo, porque es precisamente en esta clave en la que creo que hay que interpretar el movimiento conocido como Primavera Árabe: el intento de sustraer la política, la economía y las relaciones sociales a la injerencia de la esfera religiosa, que ve como un peligro y un enemigo cualquier desviación de la sharía.

Sabemos cómo el intento fracasó, pero mientras tanto se alzaron las voces, y eran las de las generaciones más jóvenes, más sensibles y dispuestas a recibir nuevas instancias. Los Estados islámicos reprimen toda disidencia, pero la historia nos enseña que impedir el diálogo interno, considerándolo una amenaza más que una ventaja, es un índice de decadencia, una admisión implícita de debilidad que a la larga sólo puede conducir a una renovación de las instituciones.

Creo que la parte occidental puede contribuir al proceso no condenando y estigmatizando sistemáticamente a poblaciones enteras por su modo de vida porque difiere del nuestro, sino estimulando la reflexión de sus propios jóvenes sobre la conveniencia de mantener o superar modelos sociales y políticos anticuados, sin tener por ello que comprometer su fe religiosa. Habrá dificultades, y resistencia por parte de los guardianes más reaccionarios y fundamentalistas de la ortodoxia, pero en cuanto a los esfuerzos del islam por mantener la evolución histórica fuera de su ámbito, no puede sino ocurrir tarde o temprano.

Ante tal presión, los partidarios de la resistencia no dudan en agitar el espectro de la jiha’d, o guerra santa, como la principal amenaza para el mundo occidental, cada vez más intruso e irrespetuoso con las tradiciones del mundo árabe. En efecto, es deber de todo buen musulmán combatir a los infieles para que se conviertan a la verdadera religión, o perezcan en su error. Pero la amenaza de la guerra santa es el coco aún más conjurado por los activistas occidentales, como principal argumento para justificar la necesidad de una estrategia defensiva y el rechazo de toda forma de cooperación con el mundo islámico, cuyo único propósito parece ser destruir a todo aquel que no sea musulmán.

Ahora bien, más allá del hecho de que incluso entre los judíos y los cristianos no faltan los fundamentalistas mal dispuestos a aceptar cualquier expresión de creencias diferentes de las suyas, sin embargo, está fuera de duda que está en su lugar un recrudecimiento del terrorismo islámico.

A pesar de la más enérgica condena a toda forma de violencia, cualesquiera que sean sus matrices y motivos, difícilmente puedo imputar a mil millones de musulmanes la voluntad unánime e inequívoca de matar a inocentes sólo porque profesan una fe diferente. Me inclino mucho más a creer que el jiha’d es un vestido más con el que tanto a un lado como al otro, conviene vestir las acciones terroristas que causan derramamiento de sangre ahora no sólo Occidente. Una vez más deberíamos tener la fuerza de gritar que el rey está desnudo, y que el terrorismo no puede ser simplemente descartado como la acción de extremistas islámicos que pretenden castigar al Occidente blasfemo e infiel. Tiene raíces complejas, que yacen en los pantanos de los asuntos económicos y financieros, en los intereses relacionados con el control de las regiones estratégicamente más importantes del mundo para la explotación de los recursos naturales. Desde Al Qaeda hasta el Estado Islámico del Isis, me siento más inclinado a considerar el fuerte fundamentalismo religioso que los caracteriza como una fuerza de cohesión, el sentimiento común en el que se basaron para reunir bajo una misma bandera el consentimiento de personas movidas por motivaciones heterogéneas de venganza contra la injerencia occidental en el mundo musulmán. El Isis, en particular, se autoproclamó Estado soberano, con la intención declarada de unir al mundo musulmán bajo su gobierno para restaurar la supremacía y el poder que tuvo el Islam en la lejana era de los jeques, dando a todos los musulmanes deseosos de reafirmar su identidad, una oportunidad de redención que afecta a los intereses del imperialismo occidental; con qué métodos y qué consecuencias es obvio para todos.

El filósofo y médico musulmán, Ibn-Sina, uno de los más conocidos de la edad antigua, que hemos conocido por su nombre latino de Avicena, solía decir que en el tratamiento de las enfermedades perniciosas, había que ocuparse efectivamente antes de que se manifestaran los síntomas, a causa de sus efectos debilitantes sobre el organismo, pero era necesario pasar luego a la identificación y eliminación de las causas de la enfermedad, a fin de evitar que pudiera volver a presentarse la misma sintomatología negativa. Occidente está ahora inmerso en una dura batalla para eliminar la amenaza del Isis, pero esto no será suficiente en la medida en que creamos que es sólo un síntoma de un malestar más general que afecta a esa parte del mundo. Una vez erradicada la amenaza contingente habrá que atajar las causas, si no queremos correr el riesgo de que reaparezca bajo otra forma pero con los mismos efectos devastadores. Al mal se puede reaccionar aislándolo, haciéndolo estéril, sin otras consecuencias que puedan amplificar el ya dañino efecto inicial. Hay que aislar al Isis sustrayéndole la fuente de sustento, el apoyo del que goza entre las poblaciones pobres y fácilmente influenciables por la propaganda antioccidental, eliminando así las razones de este apoyo; en otras palabras, hay que actuar para cambiar las condiciones de vida de las personas que siguen quedando al margen del desarrollo. A lo largo de la historia siempre ha prevalecido el dominio de unos pocos sobre muchos, las guerras y las conquistas tenían por objeto someter a las poblaciones más vulnerables con el fin de explotar sus bienes territoriales. Incluso después de la Segunda Guerra Mundial y del fin de los regímenes coloniales, las cosas no han cambiado sustancialmente: la ocupación militar ha sido sustituida, como ya se ha dicho, por una supremacía de tipo económico-financiero, que ve cómo hasta el 50% de la riqueza mundial está controlada por menos de 100 empresas multinacionales. Las riendas del poder político dependen de las financieras, que juntas pretenden mantener inalteradas las estructuras sociales y económicas, presentándolas como las más adecuadas para asegurar nuestro bienestar, aunque sea la causa de los desequilibrios que dejan en la pobreza a gran parte del mundo. Así las cosas, y a la luz de las reacciones que está suscitando, ¿podemos seguir afirmando que el modelo económico imperante hoy podrá garantizar nuestro bienestar en el futuro?

De nuevo, ¡deberíamos tener la fuerza de decir que el rey está desnudo!

Creo que preguntarnos qué política y qué modelo de desarrollo garantizarán mejor en el futuro no sólo nuestro bienestar sino también el de los demás, más allá del interés actual de los sujetos individuales implicados, es el único enfoque constructivo que se puede adoptar.

Apoyar tal tesis no significa ceder al idealismo, no es una conspiración fácil, pero es puro pragmatismo, que supera el mero problema relacionado con la derrota del Isis y del terrorismo internacional. La población mundial va a alcanzar casi los 9.000 millones de personas, la mayoría de las cuales se concentrarán en países asiáticos y africanos, principalmente de confesión islámica. ¿Podemos soportar la presión de sus legítimas expectativas, pagando el precio de las inevitables tensiones que el crecimiento de la desigualdad traerá necesariamente consigo?

Creo que nuestro bienestar futuro no puede pensarse en contra del resto del mundo, sino junto con él. «Compartir» debe ser la consigna, ¡y no ya «apropiarse»!

Debemos basarnos en un principio de justicia que tenga en cuenta las necesidades de todo un planeta, y garantizar que este principio pueda ser compartido por todos los pueblos que lo habitan. Para ello es necesario evaluar el problema en su conjunto, replantearse el acceso a los recursos productivos y a la riqueza mundial. En tiempos de globalización de la economía y la información ya no es concebible mantener a la inmensa mayoría de la población al margen del bienestar, ya no es sostenible que unos pocos países puedan consumir el 90% de los recursos y esperar que los demás se queden tranquilos y vigilen, sin consecuencias de ningún tipo. ¿Seremos capaces de desarrollar un nuevo paradigma socioeconómico que sustituya el control y la explotación de la riqueza por unos pocos por la solidaridad y la cooperación, sin que se produzca el choque de civilizaciones que muchos ya temen? Generalizar la prosperidad, devolver al pueblo el control de sus propios recursos es la mejor manera de asegurar el futuro de la humanidad, y por tanto el nuestro.

Es una visión que sólo los estadistas auténticos y con visión de futuro podrían tener la capacidad de llevar adelante, también en los organismos internacionales ya existentes. Pero en la arena política internacional asistimos más bien a la prevalencia de intereses miopes, orientados a maximizar los resultados a corto plazo de los distintos Estados representados, ya sea por motivos electorales o de beneficio personal.

Mientras tanto, las consecuencias de esta miopía están a la vista de todos y están generando un drama con pocos precedentes, agravado por las reacciones inducidas en los países europeos, absolutamente carentes de esa previsión que acabamos de preconizar: me refiero, por supuesto, al dramático éxodo hacia Europa.

Una parte de este flujo depende de situaciones contingentes, como la guerra en curso en Siria y los territorios ocupados por el ISIS, que esperamos termine con el cese de las hostilidades. Pero la mayoría de los emigrantes abandonan sus países principalmente por la pobreza y la falta de perspectivas. Entre los muchos retos que plantea, existe también la preocupación generalizada de que la inmigración masiva provoque la desintegración del tejido social y de los valores éticos y morales que hasta ahora han caracterizado a los países europeos, provocando finalmente el declive y la posible desaparición de su propia cultura. Algunos afirman que un flujo migratorio incontrolado podría provocar un auténtico genocidio en los países de destino, como el que se produjo en América con los pueblos precolombinos e indios americanos, lo que justifica las diversas barreras físicas, jurídicas y psicológicas levantadas para bloquear dicho flujo. Pero tal vez la miopía del mundo occidental sea en sí misma la causa de sus propios problemas.

Esos mismos avances tecnológicos que subyacen a nuestro bienestar, a través de la difusión mundial de los medios de comunicación de masas, Internet y las redes sociales, mostraron en toda su brutalidad la enorme brecha entre el «norte y el sur» del mundo, haciendo que las sociedades más pobres tomaran conciencia de su situación real y creando un deseo legítimo de mejorarla. ¿Podemos condenar la aspiración a una vida mejor? ¿Y dónde puede alimentarse si no es en los países que muestran las imágenes de una sociedad rica y feliz? Nuestra cultura y nuestro bienestar no están en peligro por culpa de los emigrantes, sino que vienen porque hemos puesto en peligro nuestra identidad renunciando a la justicia, a la comprensión de que el patrimonio que hay que salvaguardar es el de toda la humanidad, no sólo nuestra propia prosperidad.

El éxodo debe detenerse no por los problemas que pueda causar a nuestra sociedad, sino porque el hecho en sí es intrínsecamente inhumano, porque tales son las razones que lo provocan.

Un cambio de perspectiva de esta magnitud no puede agotarse en una generación: pasa por la educación de la humanidad, por recuperar la conciencia de la verdadera dimensión humana y del sentido de la presencia de este plan. Lo que deseo es una humanidad en camino, en evolución, que pueda y deba vivir las transformaciones no como signos de decadencia o como renuncia a sus identidades, sino como una clara voluntad de adaptarse a lo que es mejor para las necesidades reales de todos los individuos, definidas a partir de los derechos naturales de la propia existencia, de formar parte de un orden cósmico que debemos preservar y proteger. La realidad no es objetiva, inmutable, independiente de nuestra voluntad. Trabajando sobre las conciencias individuales y luego sobre la voluntad posterior, podemos cambiar la realidad. Esto requiere una auténtica revolución del proceso mental. De hecho, la gente suele juzgar y relacionarse con los demás en función de sus patrones de pensamiento, hábitos, tradiciones y leyes, en una palabra, en función de su cultura, que se ha ido formando y estratificando a lo largo de muchos años. El encuentro con lo nuevo, lo desconocido, genera tensiones, miedos y dudas, ante los que la mayoría de las personas reaccionan aislándose e invocando una vuelta al pasado, intentando por todos los medios alejar el problema negándose a abordarlo, a buscar las causas de los fracasos y a explorar posibles soluciones; y en nombre de la seguridad y la tranquilidad, están dispuestas a renunciar a parte de su libertad (tan duramente ganada a lo largo de los años).

Esto es exactamente lo que está ocurriendo en Europa en respuesta al éxodo entrante. La Unión Europea no ha sido capaz de dar una respuesta clara y valiente a este acontecimiento. Muchos se opusieron a la propuesta de repartir la carga de recibir inmigrantes entre todos los países, se han levantado muros y se han reintroducido los controles en las fronteras. Se está financiando a los países vecinos que no pertenecen a la Unión para evitar que los refugiados continúen su migración. Gran Bretaña amenaza con salir de la asamblea y recibe concesiones, a pesar de la presunta igualdad de todos los Estados miembros. Lo cierto es que el nacionalismo y los intereses particulares de cada país siguen prevaleciendo y, en situaciones de emergencia, suelen prevalecer sobre el entendimiento común.

Los ropajes con los que se cubre la Unión Europea ya están gastados y no son creíbles. Debemos ver que el rey está de nuevo desnudo. ¿Por qué no lo hacemos? ¿No podemos (o no queremos) hacerlo, temiendo las consecuencias que debemos deducir de ello? De hecho, entenderlo podría representar la singularidad, la asimetría que nos empujaría inevitable y necesariamente a realizar un acto evolutivo que resultaría en el abandono del mundo «cómodo» que hemos llevado hasta ahora y nos entregaría a la necesidad del descubrimiento, de la creación de un mundo nuevo, utilizando la libertad creativa tan temida por las masas y sus jerarquías.

Llegados a este punto, podemos dar por concluida la historia de Anderson. ¿Qué sucede después de que el niño declara la desnudez del rey? Bueno, absolutamente nada:

El Emperador se estremeció, pues sospechaba que tenían razón. Pero pensó: «Esta procesión tiene que continuar». Así que caminó más orgulloso que nunca, mientras sus nobles sostenían en alto el tren que no existía en absoluto.

Es poco probable que el poder renuncie a sí mismo, se replantee y modifique, incluso ante fallos evidentes. Y siempre encontrará un grupo de aduladores dispuestos a seguirla, porque son la fuente de su ser y su sustento. A menos que se produzca un acontecimiento subversivo, no necesariamente de naturaleza violenta: incluso una conciencia diferente y compartida de la es subversiva, siempre que se traduzca en acción.

¿Dónde puede situarse la masonería en todo esto? ¿Qué papel puede desempeñar en un panorama tan complejo y deteriorado? Ciertamente, la primera tarea consiste en formar las conciencias según su perspectiva: una visión de la realidad no afectada por los prejuicios, las ideas preconcebidas, la cultura dominante, por los intereses de tal o cual facción en juego, de modo que se dibuje un cuadro lo más acorde posible con las necesidades reales de la humanidad en su conjunto. Pero esto no basta. Debe asumir un papel «subversivo». A lo largo de su historia centenaria, creo que la Masonería dio lo mejor de sí misma no sólo cuando interpretó correctamente la naturaleza de los problemas, sino cuando gracias a esta correcta interpretación, se esforzó en la difusión de ideas fuertes, directrices capaces de transformar y definir una época. Más allá de las posibles acciones contingentes, en las que cada adepto todavía puede comprometerse a título personal colaborando con una de las numerosas asociaciones existentes, como la ayuda a los refugiados, encuentro que como forma de pensamiento la Masonería puede manifestarse plenamente para hacer frente a los desafíos de época que requieren un cambio de paradigma cultural. Pienso en la contribución que dio, por ejemplo, a la formación y difusión del pensamiento de la Ilustración, del que surgieron los países liberales modernos, a la redacción de la Carta de los Derechos Humanos, a las creaciones de organizaciones como la Sociedad de Naciones antes y la ONU después, al Risorgimento italiano, etcétera. Hitos en la historia de la humanidad, que requirieron el compromiso de generaciones de hombres.

También ahora nos enfrentamos a un reto generacional, y el mejor recurso del que disponemos para afrontarlo, el que a largo plazo puede dar mayores garantías de éxito, pasa por la educación de los jóvenes, porque son los más aptos para aceptar nuevas ideas.

El gran científico Niels Bohr, uno de los padres de la mecánica cuántica, decía que las nuevas ideas no se imponen porque los científicos reconozcan unánimemente su validez, sino porque las nuevas generaciones las absorben mientras crecen.

La Declaración del Milenio de las Naciones Unidas, ratificada en 2000 por 186 Jefes de Estado y de Gobierno durante la Sesión Especial de la Asamblea General de la ONU, indica los ocho objetivos principales a perseguir, los Objetivos del Milenio; el segundo punto, tras la reducción a la mitad de la pobreza y el hambre, es proporcionar una educación básica universal.

He aquí un objetivo digno de la Masonería: apoyar el desarrollo de programas de estudios homogéneos que den prioridad al sentido de la convivencia, de la cooperación y del intercambio cultural, a la igual dignidad de las personas, a la interacción entre los pueblos, para que las generaciones futuras puedan crecer sintiéndose implicadas con el conjunto humano más amplio y no ciudadanas de un solo Estado, y puedan también reconsiderar las formas de convivencia socioeconómica para eliminar los desequilibrios que prevalecen hoy en día.

Para que todo no quede en meras intenciones, un primer paso importante que podríamos dar a nivel europeo es recurrir a una iniciativa legislativa popular: realizar una campaña de firmas en los países de la UE para apoyar un proyecto de ley que el Parlamento Europeo tendrá luego la obligación de analizar y cuestionar.

Este proyecto de ley podría denominarse la «Carta Montebelli», con la que no sólo se promovería la estandarización de los programas de estudio para crear unas bases culturales comunes para las generaciones futuras, sino que también se contemplaría un periodo de asistencia obligatoria a escuelas de otros países de la UE para los estudiantes de bachillerato, con el fin de fomentar el crecimiento de verdaderos ciudadanos europeos.

Sería sólo un primer paso, ciertamente no definitivo ni concluyente, pero significativo por las perspectivas que abriría. Soy consciente de la enormidad del compromiso, pero lo que está en juego es también extremadamente importante, porque podría convertirse en una fuente importante del futuro de coexistencia pacífica y bienestar generalizado que esperamos. Un compromiso y un desafío que la Masonería no sólo puede aceptar, sino también ganar, siempre que realmente lo desee.

Eso dije yo…

B∴ A∴ T∴